Por: Stanlin Vladimir
A 130 años de su caída en combate, José Martí no descansa en la tumba: cabalga. Su espíritu altivo y rebelde aún agita las banderas de los pueblos que resisten, desde La Habana hasta Managua, desde Caracas hasta los rincones más olvidados del continente, donde el imperialismo sigue extendiendo sus garras. Martí, el hombre que soñó una América libre de cadenas, vuelve a ser consigna, guía, faro y volcán.
Este pasado 19 de mayo, fecha que marcó su muerte física en Dos Ríos en 1895, no es una efeméride más. Es una trinchera ideológica. Es el grito renovado de un continente que no olvida a quien murió de pie, con el fusil en mano y la palabra como espada. Fue poeta, periodista, conspirador, fundador del Partido Revolucionario Cubano y del periódico Patria, pero sobre todo fue un soldado de la dignidad. Por todo ello, fue declarado Héroe Nacional de Cuba, título que consagró oficialmente lo que millones de latinoamericanos ya sabían en su corazón: que Martí es eterno.
En tiempos en que muchos venden el alma por una visa, Martí predicó que no había destino más grande que luchar por la libertad del hombre. Conoció como pocos el monstruo desde sus entrañas: vivió en Nueva York, se codeó con el poder estadounidense, dominó su idioma, pero jamás se doblegó. No intentó parecerse a ellos ni adaptarse a sus costumbres. No se arrodilló. Su corazón seguía latiendo en La Habana mientras sus ojos escrutaban al Norte revuelto y brutal.
En su respuesta a las calumnias contra Cuba, escrita en inglés en 1889, enfrentó con pluma de fuego la campaña racista y difamatoria contra su patria. Desde las páginas del Evening Post, Martí se alzó como defensor de la verdad, anticipando lo que hoy llamamos guerra mediática. Mucho antes de que surgieran las redes sociales y los tanques de pensamiento, Martí ya comprendía el poder de la narrativa como campo de batalla.
La clarividencia de su ensayo Nuestra América es más urgente que nunca. Allí nos advirtió sobre el expansionismo gringo, sobre la dominación cultural que adormece conciencias y sobre la necesidad de una unidad latinoamericana sin tutelajes. Martí no quería repúblicas bananeras: quería pueblos que pensaran con cabeza propia, que se educaran para ser libres, no para ser esclavos ilustrados.
Su antimperialismo no era panfleto: era vivencia. Sabía que la arrogancia de los poderosos no nace solo del cañón, sino del desprecio. Denunció el peligro de asimilar modelos ajenos, de copiar al imperio en su brutalidad, de despreciar lo nuestro por venerar lo ajeno. «Patria es humanidad«, escribió, y esa frase hoy resuena como martillo contra el egoísmo de las élites neoliberales.
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Su caída en combate, aquel 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos, no fue una casualidad ni un accidente del destino: fue una decisión consciente, valiente y coherente con su vida entera. Aunque no estaba previsto que participara directamente en los combates, pues su papel era el de organizador, estratega y líder político del levantamiento independentista, Martí decidió empuñar las armas y acompañar a sus hermanos de causa.
Montado en su caballo, sin experiencia militar pero con el alma ardiente por la libertad de Cuba, se lanzó al frente en una escaramuza contra las tropas coloniales españolas. No disparó por gloria ni por fama: lo hizo por convicción. Murió con dignidad, como vivió, haciendo de su cuerpo la última barricada. Su muerte no solo selló su compromiso con la independencia de su tierra, sino que también lo elevó como símbolo inmortal de coherencia entre palabra y acción, entre poesía y pólvora, entre pensamiento y sangre derramada por la Patria.
En Nicaragua, donde el sandinis@mo sigue enarbolando la bandera de los pueblos, Martí sigue siendo parte de la memoria combatiente.
Su nombre se escucha en las aulas, en los murales, en las canciones y en las marchas. Porque su ideario no es del pasado: es presente y es futuro. Es la brújula ética para un continente acosado por nuevas formas de saqueo.
En este 2025, cuando el mundo sufre una crisis de valores, cuando el odio se disfraza de política y la mentira se institucionaliza, la palabra de Martí vuelve a ser salvación. Su llamado a la educación liberadora, a la unión solidaria entre pueblos, a la rebeldía con razón y corazón, es hoy más necesario que nunca.
José Martí cayó a los 42 años, pero su alma no ha conocido la muerte. Vive en cada bandera que no se rinde, en cada joven que se niega a olvidar su historia, en cada pueblo que le dice al imperio: aquí no pasarás. Martí no murió en Dos Ríos. Martí está vivo. Y mientras exista un solo ser humano que sueñe con la libertad verdadera, él seguirá cabalgando en la historia, como un relámpago eterno de luz en la noche americana.
Esta entrada fue modificada por última vez el 20 de mayo de 2025 a las 1:25 PM