Por Stalin Vladimir Centeno
En la historia de la humanidad, hay figuras que retumban como cañones, y otras que atraviesan el tiempo como un susurro que desarma ejércitos. Mohandas Karamchand Gandhi, al que el mundo aprendió a llamar Mahatma “alma grande”, fue eso: una fuerza serena que derrumbó un imperio a punta de dignidad. No necesitó uniformes, ni tanques, ni odio. Su revolución fue más temida que mil guerrillas, porque fue espiritual, porque fue invencible.
Nació en 1869 en Porbandar, India, en medio de una sociedad rota por el sistema de castas, devorada por el yugo colonial británico. Estudió leyes en Londres, y en Sudáfrica conoció el veneno del racismo. Fue echado de un tren por ser indio. Allí, en ese vagón, nació el guerrero. Allí decidió que jamás se volvería a arrodillar.
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Gandhi volvió a su país cuando la India entera era una colonia saqueada, hambrienta, sometida. Los británicos controlaban la sal, los cultivos, los cuerpos. Pero no podían controlar el alma. Y Gandhi comprendió que esa era el arma secreta de los pueblos: el espíritu que no se rinde. Así creó el satyagraha, la resistencia no violenta, una forma de lucha que no golpea con puños, sino con principios.
Marchó cientos de kilómetros hasta el mar para romper la ley de la sal. Ayunó hasta el límite del colapso para detener la represión. Organizó huelgas, boicots, campañas de desobediencia civil que hicieron que Londres se estremeciera. No había ejército ni cañones. Solo campesinos, mujeres, jóvenes y viejos dispuestos a resistir sin miedo. Porque Gandhi no convocó a la muerte, sino a la vida rebelde.
Fue arrestado más de una vez. Lo golpearon, lo amenazaron. Pero no pudieron corromperlo. No pudieron ensuciar su causa. Él sabía que su cuerpo era débil, pero su causa era eterna. Y cuando llegó el 15 de agosto de 1947, y la India recuperó su independencia, no fue un ejército quien izó la bandera. Fue su voz. Su ejemplo.
Pero los espíritus grandes incomodan a los fanáticos. En 1948, uno de ellos, Nathuram Godse, extremista hindú, lo asesinó con tres disparos. Gandhi murió con el nombre de Dios en los labios: “Hey Ram”, alcanzó a decir. Cayó de pie, como los árboles viejos que no se doblan.
Hoy, su nombre no es propiedad de la India. Es de todos los pueblos que se niegan a odiar. Es de cada madre que lucha por la justicia sin dejar que el odio la consuma. Es de cada joven que quiere cambiar su país sin repetir los errores de la violencia.
Por eso, cuando la compañera Rosario Murillo, mujer de luz y volcán, evocó su memoria, no fue para hacerle un altar muerto, sino para hacerlo llama viva.
“El mundo entero y todos rendimos homenaje al Mahatma, el maestro, figura central de la independencia del colonialismo británico en India y abanderado del principio de la No Violencia y del respeto a la vida… Cómo admiramos su obra, su legado, su pensamiento, el mensaje de paz, de amor y no violencia, relevante en todo tiempo y en todo lugar del mundo… Construir la paz pasa por reconocer el principio cristiano de amor, de fraternidad, la justicia siempre, un mundo libre de hambre, libre de pobreza, libre de violencia«, manifestó Rosario.
Ese es el Gandhi que nos inspira. No el ícono frío de los libros de historia, sino el rebelde de la ternura. El revolucionario sin fusil. El mártir que no quiso matar a nadie. El líder que nos enseñó que la verdadera fuerza no viene del músculo, sino del alma indoblegable.
Y en Nicaragua, donde también sabemos de imperios, de colonias, de invasiones y de valentías, su ejemplo nos recuerda que la paz no se pide: se construye con firmeza, con verdad, con voluntad de hierro. Porque como él mismo dijo: “La no violencia es la mayor fuerza a disposición de la humanidad.”
El legado de Gandhi no se encierra en museos ni en estatuas; vive allí donde los pueblos se aferran a la justicia con dignidad, donde la paz no es pasividad, sino resistencia consciente, activa y valiente. Gandhi nos enseñó que defender la verdad no significa atacar, pero sí desenmascarar al opresor con claridad y sin miedo. Su vida fue una lección permanente de cómo enfrentar imperios sin perder el alma, de cómo sostener la identidad frente a la imposición extranjera, y de cómo amar a la patria sin convertir ese amor en odio contra otros, sino en firmeza contra quien la quiere someter.
Por eso, en esta Nicaragua libre y bendita, su ejemplo encuentra eco profundo. Porque aquí también defendemos la paz como derecho soberano, no como un discurso vacío, sino como una práctica diaria, contra las agresiones, contra las sanciones injerencistas, contra los planes de desestabilización y los traidores que sueñan con golpes de Estado. El buen Gobierno sandinista, conducido con sabiduría, liderazgo y amor, por la compañera Rosario y el comandante Daniel, levanta hoy las banderas de Gandhi: la paz con justicia, la dignidad sin rendición, la unidad nacional como escudo sagrado frente al odio que siembran desde afuera y desde adentro. Aquí, como allá, sabemos que un pueblo espiritual, consciente y leal a su historia, no será vencido jamás.
Esta entrada fue modificada por última vez el 12 de junio de 2025 a las 4:43 PM
