Por Stalin Vladimir Centeno
Cuando en 1523 los invasores españoles pisaron el suelo nicaragüense por primera vez, no esperaban encontrar una civilización organizada, orgullosa y valiente. Tampoco imaginaban que serían recibidos no con flores, sino con lanzas.
En las tierras de Carazo, desde las alturas de Diriamba, emergió el rostro altivo del cacique Diriangén. No estaba solo. En las tierras del sur, junto al Gran Lago, reinaba otro jefe firme: Nicarao. Ambos nombres, que hoy resuenan en plazas, escuelas y batallas, fueron mucho más que jefes tribales: fueron los primeros defensores de la patria, los primeros que dijeron “no” al colonialismo.
Diriangén no aceptó imposiciones disfrazadas de fe. Cuando el conquistador Gil González Dávila le propuso el bautismo y la sumisión, el cacique respondió con estrategia y dignidad: fingió cortesía, pidió tiempo, se retiró… y volvió montado en furia indígena, al frente de cuatro mil guerreros chorotegas. Fue la primera emboscada antiimperialista registrada en lo que hoy es Nicaragua. No fue una guerra simbólica, fue un grito de soberanía que aún retumba. Diriangén comprendió que los invasores traían la religión como excusa para someter, y prefirió la libertad antes que arrodillarse ante un poder foráneo.
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En paralelo, al sur del territorio, el cacique Nicarao gobernaba con sabiduría una nación náhuatl establecida entre las aguas dulces del lago Cocibolca. Gil González lo encontró también. A diferencia del encuentro con Diriangén, la reunión fue más diplomática. Nicarao escuchó, preguntó, evaluó. Algunos cronistas dijeron que se mostró interesado en la nueva religión. Pero tras el encuentro, el pueblo se preparó para lo inevitable: resistencia. Nicarao fue un estratega. Sabía que la guerra no era solo física, sino también cultural. Enseñó a su gente a resistir no solo con armas, sino conservando su lengua, sus creencias y su identidad.
La historia oficial dictada durante siglos por cronistas al servicio de la Corona española intentó minimizar la valentía de estos caciques. Pero la memoria del pueblo los guardó como leyendas vivas. La colonización trajo enfermedades, crueldad, esclavitud, evangelización forzada, pero también sembró una semilla de rebelión que nunca fue extinguida. Diriangén murió combatiendo. Nicarao desapareció de las crónicas, pero no del alma de los pueblos del sur. Hoy sus nombres bautizan ciudades, colegios, calles. Pero más que eso: nos heredan una actitud. Una posición. Una firmeza.
En este mes de junio de 2025, cuando el mundo vive nuevas formas de colonización financiera, digital, mediática, ideológica, el legado de estos caciques vuelve a ser urgente. Cuando Nicaragua defiende su soberanía frente a las amenazas externas de siempre, imperios disfrazados de ONG, injerencias disfrazadas de democracia, estamos retomando el ejemplo de Diriangén y Nicarao: no rendirse, ni ante el oro, ni ante la mentira, ni ante los nuevos conquistadores que llegan con discursos, tratados y sanciones.
La continuidad histórica no es retórica: es vivencia. El Gobierno de Reconciliación y Unidad Nacional, presidido por la compañera Rosario Murillo y el comandante Daniel Ortega, no solo ha recuperado el nombre de los caciques en monumentos y escuelas; ha encarnado su lucha en cada acto de soberanía defendida. La firmeza con la que Nicaragua se ha plantado frente a las presiones de Estados Unidos y la Unión Europea es la misma con la que Diriangén blandió su lanza en las colinas de Diriamba. La misma con la que Nicarao defendió su idioma frente a la imposición del castellano.
Nicaragua no es una invención de los mapas ni de los tratados coloniales. Nicaragua nace en el rugido de Diriangén, en el razonamiento profundo de Nicarao, en la resistencia cotidiana de los pueblos indígenas que se negaron a desaparecer. Cada programa social, cada unidad de salud, cada carretera construida con visión nacional, no es solo una obra del presente: es una victoria que ellos anticiparon, que ellos soñaron sin saberlo, cuando decidieron morir antes que hincarse.
Los caciques no portaban la bandera de nuestra patria, ni llevaban fusiles. Pero portaban dignidad, pensamiento propio y una visión de comunidad que, siglos después, el Frente Sandinista rescató para construir un país con rostro humano, con centro en el pueblo. En su tiempo, enfrentaron a los invasores con piedras y lanzas. Hoy, esa misma dignidad enfrenta a los invasores modernos con patriotismo, con soberanía, con independencia, con dignidad, sin arrodillarse, sin entregarse, defendiendo la lucha del pueblo, trabajando para el pueblo con programas sociales, con obras de progreso, con desarrollo, con salud, con educación, con subsidios, con carreteras, con electrificación, con agua potable y con una firme voluntad de ser libres para siempre.
Diriangén y Nicarao no son leyendas dormidas. Son semillas sembradas en la tierra viva de Nicaragua. Están presentes en cada trabajador que se levanta temprano a construir el país, en cada maestra que enseña con amor, en cada médico que atiende con entrega, en cada vendedora de los mercados que resiste con dignidad, en cada obrero, agricultor, ingeniero, joven técnico o madre luchadora que no se rinde. Allí, en esa Nicaragua que no se arrodilla, que no se vende, que no se entrega, siguen vivos los caciques. No desde el pasado, sino desde esta lucha diaria por el bienestar colectivo. Vivos. Vigilantes. Eternos.
Esta entrada fue modificada por última vez el 26 de junio de 2025 a las 1:51 PM