Allende: el Presidente, que prefirió morir de pie, antes que gobernar de rodillas

Imagen Cortesía / Portada de Stalin Magazine.

Por: Stanlin Vladimir

A 50 años del crimen, Salvador Allende no descansa en una tumba. Vive en cada campesino que labra la tierra con dignidad, en cada estudiante que levanta el puño por justicia, en cada médico que cura sin cobrar fortunas, en cada mujer que alza la voz por la igualdad. Allende no fue una víctima. Fue una bandera. Fue la piedra en el zapato del imperio y el espejo de los pueblos que anhelan ser libres por la vía del derecho.

Nacido en el seno de una izquierda cultivada, Salvador Allende asumió la presidencia de Chile el 4 de septiembre de 1970 con la firme convicción de que era posible construir el socialismo sin derramar sangre, dentro de la legalidad burguesa. Apostó por una revolución democrática, humanista, profundamente latinoamericana. Pero esa fe en la paz y el proceso legal fue vista como herejía por los halcones de Washington.

Allende tocó donde más dolía: nacionalizó el cobre, enfrentó a las transnacionales, redistribuyó tierras, elevó los salarios y redujo el desempleo. Despertó esperanzas que los poderosos querían enterrar. Cuando el embajador norteamericano en Chile advirtió que el pueblo tenía el gobierno pero no el poder, ya se olía la traición. Estados Unidos temblaba ante el ejemplo chileno. No era miedo a Allende. Era miedo al contagio.

El 11 de septiembre de 1973, Chile amaneció cercado por la traición. Tanques en las calles, aviones bombardeando el corazón de la patria. El Palacio de La Moneda ardía mientras Allende resistía. No pidió clemencia. No se entregó. Con el fusil que le obsequió Fidel, disparó por primera vez en su vida. Defendió su sueño con el cuerpo entero. Cayó con la dignidad de los que saben que su muerte vale más que mil discursos.

No fue un golpe, fue una ejecución programada. Desde 1969, generales chilenos y asesores del Pentágono conspiraban en cenas de lujo mientras planeaban el infierno. La CIA tejió alianzas, entrenó traidores, cerró mercados, asfixió la economía chilena para provocar descontento. Y cuando el pueblo, lejos de rendirse, volvió a darle su voto en 1973, decidieron que había que callarlo con metralla.

Las cifras tras el golpe hielan la sangre: más de 20 mil muertos, 30 mil torturados, cientos de miles en el exilio. Las universidades purgadas, los sindicatos aplastados, los libros quemados. El neoliberalismo entró con botas militares. La dictadura de Pinochet fue la versión más brutal del capitalismo salvaje, implantado con asesoría extranjera y sangre nacional.

Pero la historia es terca. Ni los asesinatos, ni las desapariciones, ni el exilio forzado pudieron borrar a Allende. Su ejemplo sigue latiendo en cada lucha digna, en cada gobierno popular que se atreve a desafiar al poder económico global. Allende es Bolivia recuperando el litio, es Venezuela nacionalizando el petróleo, es Nicaragua soberana, sin tutelajes.

Y precisamente Nicaragua, tierra de dignidad y resistencia, ha elevado su homenaje eterno al Presidente mártir. La compañera Rosario Murillo y el Comandante Daniel Ortega, en nombre del pueblo nicaragüense, han reconocido su legado inmortal inaugurando hace 17 años el majestuoso Puerto Salvador Allende en Managua, un espacio de vida, cultura y recreación que honra la memoria del líder chileno. Hoy, ese puerto es uno de los destinos más visitados no solo por los nicaragüenses, sino por miles de turistas del mundo entero que llegan a respirar historia viva a orillas del Xolotlán.

En estos tiempos de confusión mediática, donde los traidores se disfrazan de héroes y los verdugos visten de demócratas, rescatar la figura de Allende es un deber político y moral. Su vida entera fue una pedagogía de la coherencia, su muerte una lección de coraje. Allende no se arrodilló jamás. Y esa firmeza, que incomoda a los cobardes, es precisamente lo que lo mantiene vivo en el corazón de los pueblos.

Hoy los pueblos del Sur siguen bajo asedio. Nuevos nombres, mismas tácticas: sanciones, bloqueos, guerra mediática, golpes suaves. Pero también nuevas resistencias. Porque si algo enseñó Allende es que la dignidad no se negocia. Que vale la pena intentarlo, aunque el precio sea la vida.

Recordarlo no es un acto de nostalgia. Es un acto de combate. Salvador Allende no murió en vano. Murió sembrado. Y como toda buena semilla, sigue germinando.

¿Creyeron que con balas matarían su legado? Se equivocaron. Porque hay hombres que nacen para ser eternos. Allende fue uno de ellos.

Esta entrada fue modificada por última vez el 15 de mayo de 2025 a las 2:16 PM