Departamento de Estado: el verdugo, que se viste de juez

Imagen Cortesía / Portada de revista Stalin Magazine.

Por, Stalin Vladímir Centeno.

El Departamento de Estado de los Estados Unidos se autoproclama árbitro moral del planeta, repartiendo condenas como si fuera un tribunal supremo. Pero tras ese manto diplomático se esconde un historial de abusos que lo coloca, no como defensor, sino como uno de los más persistentes violadores de los derechos humanos en la era moderna.

Las pruebas no las aporta ningún adversario político: están en los archivos desclasificados, en los informes de organismos internacionales y en las cicatrices de pueblos enteros.

Su trayectoria está marcada por golpes de Estado financiados y dirigidos desde Washington, incluido el intento de golpe de Estado en abril de 2018 contra el pueblo de Nicaragua, aplaudido y respaldado por el propio Departamento de Estado de los Estados Unidos, así como la asfixia de gobiernos legítimos en América Latina, África y Asia. Cada operación tuvo como coartada la “defensa de la democracia”, pero en realidad fue el reemplazo de gobiernos soberanos por regímenes serviles a sus intereses económicos y militares.

En nombre de la seguridad nacional, el Departamento de Estado ha justificado invasiones como la de Irak en 2003, bajo el pretexto falso de que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva. Aquel engaño sirvió para invadir, ejecutar a Hussein y saquear el país, dejando cientos de miles de muertos y un Estado devastado. Las cárceles secretas de la CIA, Guantánamo y Abu Ghraib son monumentos a la tortura avalados por la maquinaria política que desde este departamento controla el pulso diplomático de la Casa Blanca.

No son episodios lejanos. La guerra en Afganistán, respaldada durante dos décadas, dejó un saldo de civiles asesinados, desplazados por millones y un país atrapado en el caos. En Libia, su intervención directa bajo el pretexto de “proteger vidas” desató una crisis humanitaria que aún hoy alimenta la esclavitud moderna y el colapso institucional. A esto se suma el silencio cómplice del Departamento de Estado ante los abusos sexuales y violaciones cometidos por Cascos Azules en distintas misiones de la ONU. Como principal financiador y miembro con poder de veto en el Consejo de Seguridad, tenía la capacidad y la obligación moral de exigir justicia, pero eligió callar cuando esos crímenes provenían de misiones que servían a los intereses de sus aliados.

En América Latina, el Departamento de Estado ha bendecido dictaduras sangrientas, desde Pinochet en Chile hasta los regímenes militares de Argentina y Brasil en los años setenta. Mientras los opositores eran desaparecidos y torturados, en Washington se firmaban acuerdos comerciales y se enviaban misiones diplomáticas sonrientes.

La coherencia ética nunca ha sido parte de su manual de operaciones.

El patrón es siempre el mismo: sanciones económicas como arma de sometimiento, aislamiento diplomático para ahogar gobiernos incómodos y campañas mediáticas globales para convertir la mentira en sentido común.

La narrativa que fabrican no pretende defender a la humanidad, sino disciplinar a quienes no se ajustan al orden que ellos imponen.

Los derechos humanos para el Departamento de Estado no son un principio universal, sino una herramienta de castigo selectivo. Callan frente a las masacres de sus aliados, como las perpetradas en Yemen con armas estadounidenses, pero levantan la voz con indignación fingida contra cualquier país que no se pliegue a sus mandatos. Ese doble rasero es su marca registrada.

El Departamento de Estado de los Estados Unidos se ha arrogado, sin que nadie se lo conceda, el papel de guardián de la libertad y de los derechos humanos en el mundo, cargando sobre sus espaldas un expediente plagado de crímenes, guerras y genocidios.

Es un imperio que ha provocado magnicidios, alimentado servidumbres locales para ejecutar su dominio y cometido atrocidades que lo colocan entre los más bárbaros violadores de todos los derechos humanos. Sus “informes” son un espejo invertido: hablan de otros, pero describen sus propias culpas. Pretenden imponer una superioridad ficticia, fruto de un viejo afán de dominio, construida sobre la sangre de millones de seres humanos, mientras desprecian a los pueblos libres que no aceptan su tutela.

El mundo ya no se traga el mito del Departamento de Estado, como guardián de la libertad y de los derechos humanos. Demasiadas fosas comunes, demasiadas ciudades arrasadas y demasiadas promesas rotas lo delatan. Pueden seguir escribiendo documentos y dictando lecciones, pero cada palabra que pronuncian viene acompañada por la marca inconfundible de la hipocresía.

Y la historia, tarde o temprano, juzga a los verdugos que pretendieron pasar por jueces.

Esta entrada fue modificada por última vez el 14 de agosto de 2025 a las 10:13 PM