El 9 de mayo de ayer y de hoy

por: Fabrizio Casari

Para celebrar el 80º aniversario de la Gran Victoria llegaron presidentes, ministros y embajadores de todas partes, en representación de más del 60% de la población mundial, al Kremlin, indiferentes a las amenazas de Kiev. Tanto su presencia como la ausencia de quienes dieron la espalda a la historia tienen un valor político preciso. Moscú ha exhibido una demostración de fuerza militar y solidez política difícil de refutar, que mantiene unido su papel histórico con su proyección política. Gran énfasis tuvo la relación de amistad estratégica total con Pekín, con el rechazo de Xi Jinping a prestar atención a los cantos de sirena occidentales, confirmando en cambio la solidez de la relación sino-rusa, lo cual elimina las ilusiones occidentales de posibles divisiones entre los BRICS.

La Plaza Roja de Moscú ha evidenciado cómo el intento de aislar a Moscú ha fracasado miserablemente, al igual que el de doblegarla económica y militarmente. Rusia desempeña un papel de protagonista en el escenario internacional y, junto con China, se le reconoce una dimensión de liderazgo político, económico y militar en representación del Este y del Sur global, comprometidos en el enfrentamiento con el imperio unipolar en decadencia.

En las celebraciones hubo dos aspectos que subrayar: uno, la memoria del pasado, de aquel enfrentamiento entre una parte de Europa que encarnaba el horror absoluto para todo el continente y quienes, desde ese horror, lo liberaron. El otro, la denuncia de la lectura manipulada de esa historia por parte de Occidente, que corre a rendir homenaje a los herederos del nazismo e ignora a quienes los salvaron del mismo.

Putin recordó el heroísmo extremo de un pueblo que se transformó en ejército y la locura de quienes pensaron que la Unión Soviética podía ser derrotada y luego desmembrada. A pesar de haber visto la suerte del imperio sueco-lituano en el 1200 y la de los ejércitos napoleónicos, el Tercer Reich imaginó que podía realizar su sueño demencial, movilizando más de tres millones y medio de soldados alemanes, 250.000 italianos y otro medio millón entre húngaros, croatas, ucranianos y polacos. Pero tras romper el sitio de Stalingrado, que duró del 7 de julio de 1942 al 2 de febrero de 1943, el Ejército Rojo aniquiló a los batallones nazis en Stalingrado y Kursk, derrotó al Wehrmacht y al ejército fascista italiano en el río Don, y lanzó la contraofensiva que culminó con la liberación de Europa del Este y la conquista de Alemania. Con la entrada en Berlín, un imperio criminal se rindió y la mejor parte del mundo triunfó. Aquella bandera roja izada sobre el Reichstag, que se convirtió en un icono del siglo XX, era una advertencia para no repetir la más estúpida de las aventuras: imaginar que se puede conquistar Rusia.

A pesar de las falsedades históricas propagadas por la propaganda occidental, Europa fue liberada por los soldados del Ejército Rojo, el ejército de la Unión Soviética. Fueron los soldados soviéticos quienes pusieron fin al Holocausto, abrieron las puertas de Auschwitz, Majdanek, Belzec, Sobibor y Treblinka, de Stutthof, Sachsenhausen y Ravensbrück, los campos de exterminio nazis diseminados por toda Europa del Este. Los rusos pagaron con 22 millones de muertos – y otros cinco millones de heridos graves – la libertad de los europeos, además de la propia.

Está también el aquí y ahora del discurso de Putin, quien quiso subrayar la confirmación del papel histórico de Rusia como bastión infranqueable contra el nazismo, el racismo y el antisemitismo, es decir, tres de los cinco componentes ideológicos (el cuarto es el odio de clase y el quinto el patriarcado) sobre los que se funda la ideología nazi-fascista, arma de reserva del capitalismo. Y sobre las reconstrucciones históricas falsas y revisionistas, Putin señaló que no sirven más que para reconstruir una imagen diferente de los invasores y permitir así una mayor aquiescencia hacia ellos en la memoria futura.

Recordar el inmenso tributo de sangre que la URSS pagó para liberarse a sí misma y a toda Europa debería ser mucho más que un acto debido, por parte de todos y, con mayor razón, por parte de aquellos países que entonces abrazaron el horror del nazi-fascismo y que, a ochenta años de distancia, parecen querer absolverse de su obscena complicidad y alentar su reedición. Hoy, como entonces, habitan en Kiev, Varsovia, Vilna, Tallin, Riga.

Las palabras de Putin desde la Plaza Roja no parecen en absoluto retóricas; encuentran una confirmación política y simbólica directa. En las mismas horas, en Kiev se escenificaba la prueba irrefutable de la alarma rusa: Francia, Reino Unido y Alemania estrechaban lazos con la Ucrania del nazi Zelensky, admirador de su predecesor Stephan Bandera, asesino al servicio de las SS alemanas, autor de miles de asesinatos y deportaciones de judíos y rusos a Alemania. El régimen de Kiev ha destruido todo monumento que recuerde la victoria soviética, pero ha erigido uno a Bandera, proclamado en 2011 héroe nacional de Ucrania. Y los europeos, en una representación teatral del absurdo, han otorgado el título de “resistente” a un gobierno que declara a Bandera héroe nacional, aunque la Resistencia, en su única y digna versión, fue el instrumento decisivo para derribar el nazismo del cual Bandera ayer y Zelensky hoy, son portadores.

Ese cuarteto europeo impotente pero tóxico que se ha autodenominado “coalición de los dispuestos”, es el traje de gala de la nueva amenaza que se cierne sobre la paz en Europa y evidencia cómo los peores caminos de la historia tienden a reaparecer, según la conocida teoría vichiana de los ciclos históricos. Una confirmación de la tesis del filósofo napolitano que vivió entre los siglos XVII y XVIII la ofrecieron precisamente las representaciones en Kiev y Leópolis, donde los derrotados de hace 80 años se dieron cita.

La elección del lugar no es casual: fue precisamente en Leópolis donde los nazis ucranianos, en complicidad con los alemanes, perpetraron uno de los pogroms más sangrientos contra judíos, polacos y rusos en la historia de ese país. En esta ocasión, capitaneados por Kaja Kallas, los protagonistas de la triste escenificación fueron los entonces aliados del Wehrmacht, es decir, los bálticos y Ucrania. Solo faltaban los herederos croatas de Ante Pavelic. Y no es casual la decisión de no invitar a Rusia: no tienen nada que celebrar; el 9 de mayo para ellos no fue una liberación, sino una capitulación.

Reino Unido, Francia y Alemania lanzan propuestas de tregua de 30 días que solo sirven para hacer llegar sus nuevas armas a Kiev sin temor a que sean destruidas en el camino —como ha sucedido a menudo— y para dar un respiro al ejército ucraniano, permitiéndole reorganizarse.

No se entiende por qué los rusos deberían adherirse, pero generan ironía las amenazas en caso de rechazo, lanzadas ya con desprecio del ridículo, dada su total ineficacia demostrada.

No existía en 1942 una amenaza soviética sobre Europa, y no existe hoy: entonces hubo una invasión de Rusia y hoy se sueña con una guerra contra ella. Como entonces, Rusia es interpretada como una amenaza por un capitalismo en crisis que teme perder el dominio internacional con el que se había transformado en un imperio unipolar. También por eso, en el discurso de Putin resonaron las palabras que vinculan los acontecimientos de hace ochenta años con los de hoy, una época histórica que quisiera volver a plantear la derrota militar de Rusia y su fragmentación hasta la irrelevancia, para excluirla del gobierno del mundo y borrar su identidad.

En estos últimos 80 años pueden apreciarse claras analogías, no solo en el plano simbólico, y todas se refieren precisamente al papel de Rusia: su capacidad para derrotar toda invasión, para defender su autonomía territorial y su soberanía política. Aquí, y no en otra parte, reside el odio rusofóbico: en la necesidad de dominarla y reducirla a instrumento de Occidente para alcanzar y someter primero a ella y luego a Asia, y, al mismo tiempo, en la conciencia de no poder lograrlo debido a una fuerza indomable, a una invencibilidad militar rusa que se ha demostrado a lo largo de los siglos con la derrota de todos los imperios que intentaron ocuparla.

El 9 de mayo no es ni podrá ser jamás una celebración como tantas otras. En esa fecha se conmemora la derrota de las tinieblas más oscuras que jamás haya tenido que presenciar la humanidad, la afrenta más grave a la dignidad de los hombres y de las naciones a lo largo de los siglos. Putin recordó a los presentes y a los ausentes la misión histórica de Rusia, sea soviética o no: ser un muro infranqueable contra el nazismo y el fascismo, diferentes entre sí parcialmente en cuanto a raíces e intenciones, pero igualmente nefastos y criminales.

Resuenan proféticas y extremadamente actuales las palabras del general soviético, Mariscal del Ejército Rojo, GueorguiZhúkov, el genio militar que dirigió la defensa de Moscú y la contraofensiva desde Stalingrado hasta Berlín: «Liberamos a Europa del fascismo, y eso nunca nos lo perdonarán.»

Esta entrada fue modificada por última vez el 10 de mayo de 2025 a las 1:37 PM