POR : STANLIN VLADIMIR
Si hay un símbolo del siglo XX que desborda pasión, contradicción e inspiración a partes iguales, ese es, sin duda, Ernesto «Che» Guevara. Su imagen, reproducida hasta la saciedad en camisetas, murales y pancartas, ha trascendido las barreras del tiempo y el espacio. Pero más allá del ícono, del mito y del mártir, ¿qué representaba realmente la gesta revolucionaria del Che? ¿Cómo su lucha antiimperialista sigue reverberando en un mundo donde los tentáculos del poder mundial se han transformado, pero no desaparecido?
No se puede comprender al Che sin recorrer su metamorfosis personal. De un joven médico argentino con ansias de conocer el continente a un combatiente feroz, su despertar ideológico no se gestó en aulas universitarias ni en círculos marxistas de café, sino en los caminos polvorientos de América Latina. Su viaje en motocicleta a lo largo del continente fue más que una aventura bohemia: fue el choque brutal con una realidad de explotación, miseria y desigualdad. Los rostros de mineros en Bolivia, indígenas en Perú y campesinos en Guatemala le mostraron la brutalidad de un sistema que, a su juicio, debía ser erradicado de raíz.
Su estancia en Guatemala en los años de Jacobo Árbenz fue la chispa final. Allí, Guevara presenció cómo la CIA orquestó un golpe de Estado contra un gobierno democrático que osó desafiar los intereses de la United Fruit Company. Fue en ese momento cuando comprendió que las reglas del juego no permitían reformas pacíficas: la revolución debía ser armada o no sería.
El encuentro con Fidel Castro en México selló su destino. Se embarcó en el yate Granma no como un cubano, sino como un internacionalista convencido. En Sierra Maestra se forjó el líder guerrillero, el estratega de la guerra de guerrillas que no solo combatía con el fusil, sino también con la pluma, redactando textos de formación para los combatientes.
El triunfo de la Revolución Cubana en 1959 le otorgó la oportunidad de construir la utopía que soñaba. Sin embargo, su papel no se limitó a ser un burócrata del nuevo Estado socialista. Como presidente del Banco Central, viajó al extranjero para estrechar alianzas con el bloque soviético y conmovió al mundo con su discurso en la ONU, donde denunció sin tapujos las atrocidades del imperialismo estadounidense. Su célebre frase «¡Patria o muerte!» no era un eslogan vacío; era un manifiesto de vida.
Pero el Che no era un hombre de escritorio.
La revolución, en su concepción, no podía ser estática ni limitarse a un solo país. Su antiimperialismo no se conformaba con desafiar a Washington desde La Habana; su misión era encender la mecha revolucionaria en el Tercer Mundo.
Su salida de Cuba no fue una huida, sino un acto de coherencia. En 1965, partió hacia el Congo para apoyar la lucha de los guerrilleros de Laurent-Désiré Kabila contra el régimen prooccidental de Mobutu. Allí se enfrentó a la realidad de que la revolución no podía ser simplemente exportada: sin una estructura política sólida, la guerrilla estaba condenada al fracaso.
Pero su espíritu indomable no se rindió. En 1966, llegó a Bolivia con la esperanza de convertir al país en el epicentro de la insurrección latinoamericana. Sin embargo, la CIA y el gobierno boliviano, alertados de su presencia, lanzaron una cacería implacable. Sin el apoyo esperado de los campesinos y traicionado por las difíciles condiciones geográficas, su movimiento quedó aislado.
El 8 de octubre de 1967, en la Quebrada del Yuro, el Che fue capturado. Al día siguiente, fue ejecutado en La Higuera, dejando tras de sí no solo un cuerpo perforado por balas, sino un legado que aún arde en el imaginario colectivo.
Hoy, el mundo ha cambiado, pero las estructuras de dominación que él combatió persisten bajo nuevas formas. El imperialismo ya no se manifiesta únicamente a través de invasiones militares, sino con sanciones económicas, golpes de Estado disfrazados de «transiciones democráticas» y un capitalismo financiero que exprime hasta la última gota de los países en desarrollo.
Si el Che viviera en este siglo XXI, ¿cómo actuaría? Tal vez no alzaría un fusil en la selva, pero sin duda seguiría denunciando las injusticias del orden mundial. Quizás su lucha se libraría en los foros internacionales, en las calles o en las redes digitales. Lo que es innegable es que su espíritu combativo sigue siendo un faro para quienes desafían las estructuras del poder establecido.
El Che no fue un santo ni un demonio, sino un hombre convencido de que la historia no se escribe con discursos vacíos, sino con acción. Su gesta revolucionaria y su antiimperialismo siguen siendo una advertencia para quienes creen que las ideas pueden ser eliminadas con balas. Porque, como escribió en su última carta a sus hijos: «Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Esa es la cualidad más linda de un revolucionario.»
Y mientras existan injusticias, el Che seguirá vivo.
Esta entrada fue modificada por última vez el 10 de mayo de 2025 a las 1:44 PM