POR: STANLIN VLADIMIR
No se puede hablar de dignidad revolucionaria sin invocar el nombre de Ho Chi Minh. No por protocolo, no por nostalgia, sino porque su vida es una piedra angular en la historia de los pueblos que han luchado por su soberanía. Él no fue una figura decorativa del comunismo, ni un burócrata del Partido. Fue la conciencia viva de un pueblo oprimido que decidió ponerse de pie y caminar con su propio nombre.
Nacido en 1890, bajo el dominio colonial francés, Ho Chi Minh conoció la injusticia no en los libros, sino en la piel. No se formó en lujosos institutos: se forjó entre barcos y fábricas, en las cocinas de Londres, en los muelles de Nueva York, en los periódicos clandestinos de París. Fue ese hijo del Tercer Mundo que salió a ver el mundo para entender cómo se lo podía liberar.
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Y volvió con claridad, no con resentimiento. Fundó el Partido Comunista de Indochina. Articuló al Viet Minh. Expulsó primero a los japoneses, luego enfrentó a los franceses, y después a los norteamericanos, esos que llegaron creyendo que Vietnam era una ficha más del tablero geopolítico. Pero se encontraron con un pueblo indomable que tenía como líder a un anciano de barba blanca que hablaba suave, pero que pensaba firme como el acero.
Muchos se preguntan cómo fue posible que ese país pequeño, agrícola, con apenas rifles y bicicletas, humillara a dos potencias imperiales como Francia y Estados Unidos. La respuesta no está en las armas, sino en la moral. Ho Chi Minh entendió que un pueblo que conoce su causa, que está dispuesto a resistir sin doblegarse, que convierte su dolor en fuego, es invencible. Contra los franceses no solo luchó en la selva: los derrotó en la historia, en la legitimidad. Y en 1954, en la mítica batalla de Dien Bien Phu, el imperio colonial se vino abajo. Fue una humillación histórica. El mundo se sacudió.
Pero faltaba lo más brutal: la guerra contra los Estados Unidos. Aviones, bombas de napalm, millones de dólares, ejércitos enteros. Los gringos nunca entendieron que la victoria no se mide por tecnología, sino por el espíritu de lucha. Ho Chi Minh no necesitaba radares, tenía montañas. No necesitaba satélites, tenía túneles. No tenía Hollywood, pero tenía a un pueblo que prefería morir antes que rendirse. Y esa fue la gran lección: el imperio más poderoso del planeta cayó de rodillas ante campesinos descalzos que llevaban en el pecho una sola palabra: libertad.
Ho Chi Minh no fue un líder de salón. Vivía como el último de sus soldados. Comía lo que comían los campesinos. Rechazó palacios. Murió sin riquezas. Y hasta hoy, su voluntad de hierro y su humildad extrema le han ganado un lugar donde pocos llegan: el respeto incluso de sus adversarios.
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Vietnam resistió, venció, y construyó una república sobre las ruinas de la guerra. Hoy, 2 de mayo de 2025, esa república crece, comercia, avanza y mantiene su rumbo socialista, sin haber renunciado jamás a la memoria de su padre fundador. Los niños aprenden su pensamiento no como dogma, sino como ética. Porque Ho Chi Minh fue un ejemplo, no un eslogan.
Y más allá de Vietnam, su legado se multiplica. En África, en América Latina, en Palestina, en todos los pueblos que se resisten a ser vasallos, Ho Chi Minh es una luz encendida. Una prueba viva de que sí se puede derrotar a los imperios, si se tiene un ideal claro, una disciplina férrea y un amor absoluto por la causa popular.
Por eso fue grande. Porque mientras el mundo negociaba con el amo, él decidió pararse de frente. Porque nunca pidió permiso. Porque lo intentaron desaparecer, silenciar, aislar, y no pudieron. Y porque su nombre no necesita marketing: basta decirlo para que tiemblen los cobardes y sonrían los pueblos.
Esta entrada fue modificada por última vez el 2 de mayo de 2025 a las 1:14 PM
