Por Stalin Vladímir Centeno.
La historia oficial suele contar que la OTAN nació en 1949 como un “pacto de defensa” frente a la Unión Soviética. Pero detrás de la retórica de seguridad, lo que se escondía era la ambición de Estados Unidos de mantener bajo control a Europa Occidental y garantizar que ningún país cuestionara su hegemonía militar. Apenas unos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando la humanidad clamaba por paz y por mecanismos de cooperación, Washington decidió levantar una maquinaria militar transatlántica que desafiaba el espíritu de Yalta y Potsdam, donde se había acordado evitar bloques que perpetuaran la guerra.
Desde entonces, la OTAN se ha convertido en el brazo armado del imperio estadounidense. No es una alianza horizontal ni equitativa: es un comando jerárquico donde el Pentágono dicta la estrategia, controla las armas nucleares y decide qué enemigo hay que inventar. Los generales europeos ocupan sillas decorativas, pero las órdenes provienen de Washington, que usa a la organización como legitimación política de su propia expansión militar. En pocas palabras, la OTAN no es la voz de Europa, sino la prolongación de Estados Unidos en el Viejo Continente.
El financiamiento de esta máquina de guerra refleja la misma desigualdad. Estados Unidos aporta alrededor del 70% del presupuesto militar de la alianza, que en 2024 superó los 1,200,000 millones de dólares sumando los gastos de sus miembros. La presión de la Casa Blanca ha sido constante: Trump, Biden y ahora nuevamente Trump han exigido que cada socio europeo dedique al menos el 2% de su PIB a defensa. Ese dinero, al final, termina en los bolsillos de las grandes industrias armamentistas estadounidenses como Lockheed Martin, Raytheon o Boeing, que venden cazas, misiles y sistemas de defensa a precios desorbitantes, financiados con los impuestos de los ciudadanos europeos.
¿Quiénes conforman la OTAN? Hoy son 32 países, desde los fundadores como Estados Unidos, Reino Unido, Francia e Italia, hasta recientes incorporaciones como Finlandia.
Una expansión que nunca se detuvo pese a las promesas hechas a Gorbachov en los años noventa, cuando Washington aseguró que la alianza no se movería “ni una pulgada hacia el este”. Esa mentira histórica explica buena parte de las tensiones actuales con Rusia: la OTAN no se quedó en su zona original, sino que avanzó hasta las puertas de Moscú, rodeando con bases militares y sistemas de misiles a la Federación Rusa.
Las guerras que la OTAN ha librado son prueba de su verdadera naturaleza. En los años noventa arrasó Yugoslavia con bombardeos masivos sin mandato de la ONU, destruyendo infraestructura civil y fragmentando un país europeo soberano. Luego vino Afganistán, una ocupación de veinte años que dejó miles de muertos y un país devastado. En Libia repitieron el libreto: aviones de la OTAN pulverizaron ciudades enteras y provocaron el caos que hasta hoy mantiene al país dividido. Siria, Irak, Mali… la lista es larga, siempre bajo la excusa de “defender la democracia” pero con el mismo resultado: muerte, destrucción y saqueo de recursos.
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El costo humano es incalculable. Millones de desplazados, generaciones enteras condenadas a la violencia y al exilio, países que no logran reconstruirse tras las intervenciones. La OTAN no solo destruye territorios; también destruye futuros. Lo hace desde un discurso frío y tecnocrático, hablando de “operaciones quirúrgicas” o “intervenciones humanitarias”, mientras en el terreno se cuentan cadáveres de niños, mujeres y ancianos. Esa desconexión entre la propaganda y la realidad es quizá uno de los rasgos más brutales de la maquinaria.
¿Por qué surge entonces la OTAN si al terminar la Segunda Guerra Mundial existía la promesa de no reeditar alianzas militares? La respuesta es simple: Estados Unidos no quería paz, quería dominio. En 1945, con su monopolio nuclear y su poder económico intacto, Washington decidió que el mundo debía organizarse bajo su tutela. La creación de la ONU no fue suficiente; necesitaba un instrumento militar directo que garantizara obediencia.
La OTAN fue esa herramienta: una correa de transmisión para someter a Europa, evitar el ascenso de partidos comunistas y sostener un frente de confrontación con la Unión Soviética.
Su existencia, setenta y cinco años después, plantea una paradoja: ¿qué sentido tiene una alianza militar de la Guerra Fría en un mundo que se supone multipolar? La respuesta la encontramos en la propia estrategia de Washington. La OTAN no se disolvió con la caída de la URSS porque nunca fue creada únicamente contra ella. Es, en realidad, el dispositivo para prolongar la hegemonía estadounidense. Hoy se proyecta en Asia-Pacífico, establece diálogos con Japón y Corea del Sur, e incluso busca presencia en América Latina.
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La guerra en Ucrania no es más que la nueva pantalla para justificar su expansión.
En conclusión, la OTAN es mucho más que un tratado militar: es la institución que mejor encarna la lógica imperial de Estados Unidos. Y la prueba está en la designación del primer ministro neerlandés Mark Rutte, elegido el 26 de junio de 2024 como secretario general de la OTAN y asumido en el cargo el 1 de octubre del mismo año, sucediendo a Jens Stoltenberg.
Su nombramiento, avalado por los 32 miembros del Consejo del Atlántico Norte, no significa independencia ni renovación, sino continuidad del sometimiento a Washington. Rutte llega al puesto como otro peón del imperialismo yanqui, dispuesto a seguir ejecutando guerras, dolor, miseria y muerte en todo el mundo para alimentar la industria armamentista de Estados Unidos.
Esta entrada fue modificada por última vez el 21 de agosto de 2025 a las 3:20 PM