Por, Stalin Vladímir.
La historia contemporánea de Estados Unidos no puede contarse sin mencionar los apellidos Bush. Padre e hijo, ambos llegaron al poder con un discurso de autoridad moral que, en la práctica, se tradujo en guerras, invasiones y devastación. Dos hombres, dos momentos distintos, un mismo legado: muerte y ruina bajo el estandarte de la “libertad”.
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George H. W. Bush estrenó su Presidencia en 1989 ordenando la invasión a Panamá, un ataque masivo con más de veinte mil soldados contra un país que en ese entonces apenas contaba con cuatro millones de habitantes.
En los barrios, caceríos y ciudades, las bombas redujeron casas enteras a cenizas, dejando miles de muertos.
La justificación gringa fue capturar a un supuesto “dictador”, llamado el general Noriega, que paradójicamente antes era su aliado, pero desde que se le rebeló decidieron aplastarlo. La operación fue tan brutal que aún hoy, más de tres décadas después, el pueblo de Panamá sigue exigiendo verdad y reparación.
El mismo viejo Bush amplió su mapa de guerra en 1991 con la llamada Guerra del Golfo. Bajo el argumento de liberar a Kuwait, bombardeó Irak con una violencia desmedida. Las imágenes de Bagdad envuelta en fuego recorrieron el mundo: puentes, hospitales y plantas eléctricas convertidos en ruinas. Los efectos humanitarios fueron tan profundos que, tras el alto al fuego, Irak quedó sumido en pobreza, desnutrición y enfermedades.
El mensaje era claro: nadie debía desafiar la autoridad de Washington.
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George H. W. Bush murió el 30 de noviembre de 2018, a los 94 años. Terminó sus días paralítico, en silla de ruedas, con múltiples enfermedades y el cuerpo desgastado por la obesidad. Murió sin rendir cuentas ante ningún tribunal, protegido por el manto del poder imperial que lo cubrió toda su vida. Se fue en total impunidad, sin responder por los crímenes de lesa humanidad cometidos desde la Casa Blanca. Antes de ser político, fue aviador en la Segunda Guerra Mundial y magnate petrolero en Texas; un hombre que aprendió pronto el valor del dinero y la influencia. Fue Vicepresidente y discípulo fiel de Ronald Reagan, el mismo verdugo que lanzó la guerra sucia y criminal contra Nicaragua, financiando a los mercenarios de la Contra y sembrando muerte en Centroamérica. De su maestro heredó la frialdad, el desprecio por la soberanía de los pueblos y una mala leche que marcó toda su gestión.
Su hijo, George W. Bush, heredó ese modelo y lo llevó al extremo. Era un ricachón que creció entre privilegios y negocios familiares, beneficiado por las riquezas petroleras que su padre dejó sembradas en Texas. Nunca conoció la vida del trabajador común ni el esfuerzo del pueblo. No le gustó estudiar junto a la clase media y prefirió graduarse en Yale, la universidad de los oligarcas, donde aprendió más de poder que de sabiduría. Fue un cobarde: cuando los vietnamitas defendían su Patria ante la invasión estadounidense, Bush hijo evitó el combate al enlistarse como copiloto en la Guardia Nacional Aérea de Texas para evadir el frente de guerra.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, lanzó la llamada “guerra contra el terror”, que en realidad fue una guerra contra el mundo.
Primero cayó Afganistán, un país ya devastado, convertido en campo de pruebas para drones y acciones encubiertas. Luego vino Irak, con la mentira de las armas de destrucción masiva. Esa falsedad justificó una invasión que borró ciudades enteras del mapa y desató un ciclo interminable de violencia. Bajo su mandato, el propio Presidente iraquí Saddam Hussein fue capturado, condenado y ejecutado por ahorcamiento, en un juicio promovido bajo la ocupación estadounidense y supervisado por un tribunal que respondía a los intereses de Washington.
Años después, el mismo Bush enfrentó en Bagdad una escena que recorrió el mundo: el periodista iraquí Muntazer al Zaidi le lanzó sus dos zapatos durante una conferencia de prensa al grito de: “Esto es un beso de despedida del pueblo de Irak, perro”. Los zapatazos no lo alcanzaron, pero el mensaje fue contundente. Esa imagen se convirtió en el verdadero retrato de su paso por Irak: un país destruido, humillado y cansado de la guerra.
Su llegada al poder en el año 2000 ya estuvo manchada por la polémica. Fue un mandato turbio, gris y cuestionado desde el inicio.
La opinión pública estadounidense, junto a gran parte de la clase política, coincidió en que el demócrata Al Gore había ganado las elecciones, pero una decisión amañada de la Corte Suprema terminó inclinando la balanza a favor de George W. Bush, quien ganó en los tribunales lo que no pudo ganar en las urnas. Así comenzó su primer mandato, con sabor a fraude y con la sombra de la desconfianza sobre su “legitimidad”.
Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 marcaron un punto de quiebre. George W. Bush los utilizó como plataforma política para declarar su “guerra contra el terrorismo” y obtener el respaldo popular que necesitaba para reelegirse en 2004. Manipuló el dolor y la sangre de las víctimas para convertir la tragedia en un instrumento electoral. Condenamos en su totalidad aquellos ataques, pero también hay que contar la historia completa: esas acciones fueron consecuencia de los conflictos que el propio Bush y sus predecesores propiciaron en Medio Oriente. Y cuando las torres gemelas cayeron, el pueblo estadounidense comprendió que su Presidente había fallado en lo esencial: proteger a su nación. Los atentados evidenciaron que, bajo su mando, la seguridad norteamericana se había derrumbado junto con los símbolos del poder que juró defender.
Después de su reelección en 2004, la popularidad de George W. Bush cayó en picada. El pueblo estadounidense comenzó a desaprobar su guerra contra Irak y el incendio que provocó en todo Medio Oriente, mandando a morir a miles de sus propios soldados y a incontables civiles inocentes. En agosto de 2005, el huracán Katrina azotó Nueva Orleans y otros estados del sur, dejando más de mil ochocientos muertos y una ciudad convertida en ruinas. Bush evidenció su incapacidad total para responder ante la tragedia: tardó días en reaccionar, dejó abandonadas a las comunidades más pobres y mostró el rostro de un gobierno indiferente.
Luego vino la recesión económica y la crisis bancaria de 2008, que terminaron de derrumbar su débil popularidad.
Cuando dejó la Casa Blanca, se fue repudiado por su pueblo y con un legado compartido con su padre: el de haber llenado de sangre, guerra y muerte los corredores del poder.
Esta entrada fue modificada por última vez el 20 de octubre de 2025 a las 3:28 PM