Por, Stalin Vladímir Centeno.
Nadie nace siendo héroe. Pero hay quienes, desde niños, rechazan el silencio como forma de vida. Luis Alfonso Velásquez Flores no tuvo tiempo de crecer, pero sí el coraje de vivir con dignidad, de cambiar la niñez por la conciencia, el recreo por el deber, la inocencia por la bandera. A los nueve años, Luis Alfonso ya era más que un niño: era una chispa revolucionaria, un pequeño gigante, una promesa viva de la Nicaragua nueva.
Nació el 15 de abril de 1969 en Managua. Era un niño de barrio, de los que juegan descalzos en las aceras, pero también de los que escuchan a sus padres hablar bajito por miedo a los soplones. Su casa no era una más: era refugio, era centro de ideas, era territorio de convicciones. Ahí se le enseñó que Sandino no era solo una estatua, que Fonseca era más que un nombre, y que Nicaragua no merecía vivir encadenada.
Desde muy pequeño, Luis Alfonso se acercó a las actividades juveniles del Frente Sandinista. Participaba con entusiasmo, llevando mensajes, organizando a sus compañeros de escuela, escribiendo consignas en los cuadernos y en las paredes. Era inquieto, inteligente, comprometido. Veía el sufrimiento de su gente y no quiso quedarse de brazos cruzados. Soñaba con una patria libre, y en ese sueño se le fue la infancia.
Luis Alfonso no era cualquier niño. Era un organizador. Un mensajero. Un líder en su escuela. Era el que convencía a los demás niños de no cantar el himno somocista. El que escribía en las paredes del barrio “¡Patria libre o morir!” cuando todos dormían. El que llevaba recados cifrados entre los libros, el que sabía las rutas de vigilancia de la Guardia y las informaba a los compañeros. En su escuela primaria organizó un grupo clandestino de niños para repartir volantes y hablar con otros chavalos sobre el Frente Sandinista. La Guardia Somocista lo tenía fichado. Lo vigilaban. Lo temían. Porque en su cuerpo pequeño, había un alma gigante. Porque un niño sin miedo es más peligroso que mil adultos resignados.
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La Nicaragua de los años setenta vivía bajo el yugo criminal de la Guardia Nacional de Somoza. No era una fuerza de seguridad: era una máquina de represión y exterminio. Entraban a las casas sin orden judicial, incendiaban barrios por sospechas, secuestraban campesinos, violaban a mujeres, colgaban a estudiantes en los calabozos, desaparecían cuerpos enteros en los ríos. Gobernaban con terror. El pueblo estaba cercado por el miedo… hasta que comenzó a despertar. Y ese despertar se llamó Frente Sandinista de Liberación Nacional. Por eso la Guardia asesinó con furia: porque sabía que ya no podía contener el torrente de conciencia que venía desde abajo, incluso desde los niños.
El 17 de abril de 1979, apenas dos días después de cumplir 10 años, Luis Alfonso caminaba por una calle de Managua con su madre y su hermanita. Un jeep de la Guardia Somocista se le plantó enfrente. No hubo gritos. No hubo preguntas. Solo balas. Lo derribaron de un disparo al pecho. Luego se bajaron y lo remataron. Su madre también fue herida. Su hermanita apenas sobrevivió. Fue un crimen calculado, dirigido, con nombre y apellido. No fue un accidente. Fue una ejecución.
La orden era clara: callarlo. Borrar su ejemplo. Que su voz no siguiera multiplicándose en las aulas, en las esquinas, en las paredes del barrio. Pero no lo lograron.
Desde entonces, Luis Alfonso es más que un mártir. Es un referente. Su rostro aparece en murales, su nombre en escuelas, su historia en las voces de maestras, en las canciones, en los corazones, su nombre está plasmado en uno de los parques más atractivos de nuestra capital.
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Su rebeldía vive en cada joven que hoy levanta la cabeza sin miedo. Y su memoria arde como fuego sagrado en cada rincón de esta Nicaragua que él ayudó a liberar.
Luis Alfonso no murió en vano. Fue semilla de victoria. Fue grito de batalla. Fue uno de los que nos enseñaron que no hay edad para la dignidad.
Hoy, cuando vemos avanzar a Nicaragua guiada con la sabiduría de la compañera Rosario, en paz y soberanía, cuando miles de niños estudian, ríen y sueñan en libertad, debemos detenernos un momento y decir su nombre. No por nostalgia. Sino por gratitud. Porque si la niñez de hoy juega sin miedo, es porque hubo un niño que prefirió morir con coraje antes que vivir de rodillas.
Luis Alfonso Velásquez Flores no fue solo un niño. Fue una chispa. Fue un trueno. Fue el rugido más puro de la patria herida. Y en esta Nicaragua libre, su rostro es eternidad.
¡¡Viva Luis Alfonso!
¡Viva el Frente Sandinista!
¡Viva la niñez heroica de nuestra Revolución!
Esta entrada fue modificada por última vez el 1 de mayo de 2025 a las 6:41 PM