Nobel de la Paz, un galardón manchado de sangre

Imagen Cortesía / Portada de Stalin Vladímir.

Por Stalin Vladímir.

Cuando se escucha “Premio Nobel”, muchos piensan en un reconocimiento supremo, casi sagrado, a quienes han entregado lo mejor de sí para la humanidad. Sin embargo, detrás de ese prestigio se esconde una ironía que incomoda: el creador de los premios, Alfred Nobel, no fue un santo ni un apóstol de la paz.

Fue un empresario sueco que inventó la dinamita, un explosivo que transformó la ingeniería civil, sí, pero que también multiplicó las formas de matar en los campos de batalla. El hombre que pasó a la historia como benefactor de la paz fue en realidad señalado en vida como “mercader de la muerte”.

Esa contradicción de origen explica mucho de lo que ha ocurrido con el Nobel de la Paz.

Nobel, golpeado por las críticas, quiso limpiar su nombre y legar algo positivo. Por eso en su testamento ordenó que su fortuna premiara cada año a quienes beneficiaran a la humanidad en ciencia, literatura y paz.
Pero desde el inicio la ambigüedad fue clara: ¿se premiaría el ideal de la paz verdadera, o más bien la diplomacia de poder, los acuerdos parciales, las promesas que muchas veces no se cumplen?

El primer Nobel de la Paz en 1901 recayó en Henry Dunant, fundador de la Cruz Roja, y Frédéric Passy, un activista francés contra la guerra. Parecía un arranque limpio. Pero pronto se notó la deriva política: en 1906 lo recibió Theodore Roosevelt, un Presidente de Estados Unidos conocido por su expansionismo y su política del “big stick”. El comité noruego prefirió celebrar sus mediaciones diplomáticas, aunque el hombre que premiaban era más imperialista que pacifista. La contradicción estaba sembrada.

El caso más escandaloso llegó en 1973, cuando Henry Kissinger recibió el Nobel por los acuerdos de Vietnam. A esas alturas, Kissinger cargaba sobre sus hombros los bombardeos secretos en Camboya y Laos, la sombra de golpes de Estado como el de Chile y una reputación de cínico de la política internacional. Dos miembros del comité renunciaron en protesta. Desde entonces, su Nobel es recordado como la confirmación de que el premio puede servir para legitimar criminales de cuello blanco.

En 2009, el comité sorprendió al mundo al entregarle el Nobel de la Paz a Barack Obama, recién llegado a la Casa Blanca. No había hecho nada todavía, fue un premio a la retórica de campaña, a sus discursos sobre un “mundo sin armas nucleares”. Pero la realidad golpeó rápido: mientras recibía la medalla en Oslo, Estados Unidos ya estaba inmerso en dos guerras Irak y Afganistán y bajo su administración se intensificó el uso de drones que dejaron miles de civiles muertos en Pakistán, Yemen y Somalia.

Obama, galardonado como mensajero de paz, terminó siendo el Presidente que expandió los frentes bélicos y justificó la guerra “quirúrgica” como política de Estado. La contradicción fue obscena: un Nobel de la Paz para un mandatario que al mismo tiempo ampliaba la maquinaria de guerra.

En 2016, el galardón recayó en Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, presentado como arquitecto de la paz. Pero la verdad es otra: Santos fue Ministro de Defensa de Álvaro Uribe, prácticamente su brazo de hierro, el sicario militar de ese Gobierno, responsable de bombardeos y ejecuciones extrajudiciales conocidas como “falsos positivos”. Luego, ya como Presidente, continuó siendo un promotor de la guerra, un hombre del establecimiento, premiado como si fuese pacifista.

El Nobel le sirvió más como campaña de imagen internacional que como reconocimiento a una paz real, porque la violencia en Colombia nunca desapareció, ni las causas de fondo que siguen desangrando al pueblo.

Hoy, el debate vuelve a escena con el nombre de Donald Trump entre los aspirantes.

Trump, Presidente de Estados Unidos tras su reelección, es todo lo contrario a un pacifista: enemigo de los inmigrantes, promotor de sanciones criminales que generan hambruna y miseria, mantiene el bloqueo contra Cuba, amenaza con invadir Venezuela, chantajea con acuerdos comerciales, financia a Ucrania para prolongar la guerra contra Rusia y alimenta a la OTAN como maquinaria de guerra.

Es un hombre en contra de la paz, que se apoya en la influencia del imperio para presionar al comité y soñar con un Nobel que limpie su nombre, incluso confiando en los movimientos diplomáticos que fabrica para proyectarse, mientras sueña con un tercer mandato que la propia Constitución de su país le prohíbe.

La contradicción es brutal: premiar al incendiario como si fuese bombero.

La lista de figuras conservadoras y de derecha premiadas es larga: Menachem Begin, líder israelí del Likud, responsable de guerras y asentamientos, recibió el Nobel en 1978; Frederik de Klerk, Presidente sudafricano que defendió el apartheid durante años, lo obtuvo en 1993 junto con Mandela; incluso figuras que pasaron más tiempo en la represión que en la paz terminaron adornadas con esa medalla.

La balanza es clara: a los poderosos de derecha se les reconoce por acuerdos parciales; a los luchadores sociales de izquierda se les ignora o se les margina.

Basta recordar que Mahatma Gandhi, símbolo mundial de la no violencia, jamás recibió el Nobel, pese a ser nominado varias veces. Muchos líderes de izquierda latinoamericanos, africanos o asiáticos, que enfrentaron dictaduras y defendieron la soberanía de sus pueblos, tampoco fueron reconocidos.

El Nobel ha sido mucho más generoso con Presidentes, generales y diplomáticos que con revolucionarios, activistas o poetas que de verdad encarnaron la paz desde abajo.

El resultado es un premio que legitima el poder en lugar de desafiarlo. El Nobel de la Paz no ha sido un látigo contra la violencia, sino una palmadita en la espalda de quienes saben jugar el ajedrez diplomático.

Se ha convertido en un escenario donde las élites internacionales blanquean sus nombres y fabrican héroes que en realidad son arquitectos de guerras, sanciones y muertes.

La crítica, por tanto, es inevitable: el Nobel de la Paz nació de la culpa de un hombre que fabricó explosivos y terminó atrapado en la misma contradicción. Más de un siglo después, su legado no honra a las víctimas, sino que corona a los poderosos. Y mientras figuras como Trump suenan como aspirantes, queda claro que el Nobel ya no es símbolo de justicia, sino un galardón politizado que celebra al poder antes que a la verdadera paz.

Esta entrada fue modificada por última vez el 14 de septiembre de 2025 a las 10:07 PM