Occidente entre crímenes y caos

Imagen Referencia/ Opinión Canal 4.

Por: Fabrizio Casari.

Israel agrede a Irán, que responde como es justo, antes que obvio. Desde el Occidente blanco y supremacista con tintes neocoloniales, se afirma que Irán no debe llegar a poseer armas nucleares, pero no está claro cual doctrina jurídica establece quién tiene derecho a dotarse de instalaciones nucleares civiles y militares, y quién no. Irán no posee armas nucleares, pero adhiere al TNP (Tratado de No Proliferación Nuclear). Israel, por su parte, posee 160 ojivas nucleares, se niega a adherir al TNP y no acepta inspecciones del OIEA, a las que sí se somete Teherán.

¿Y por qué los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, además de Israel, India, Pakistán y todos los países de la OTAN, pueden poseer o tener acceso con doble llave a los códigos de lanzamiento de armas nucleares, mientras que los países que no son socios del Occidente colectivo no pueden? Sigue siendo una pregunta sin respuesta. El resultado de la agresión sionista es que, tras haber acabado con la utilidad de la OMC, el BM, el FMI y otras estructuras ligadas a la ONU (reducidas a dependencias de la Casa Blanca y de Bruselas), ahora también el TNP queda relegado al pasado. Irán tendrá a partir de ahora todo el derecho de avanzar hacia un programa nuclear con fines militares y cerrar cualquier acuerdo, inspección o control, dado que tenerlos no le ha impedido ser atacado.

El ataque de Israel, justificado con los avances de las instalaciones de enriquecimiento iraní, es una parte menor de la decisión de atacar. Algunos sostienen que el acuerdo entre Teherán y Moscú podría haber proporcionado lo que les falta a los científicos iraníes para completar el desarrollo nuclear, pero eso es discutible. El acuerdo de asociación estratégica prevé expresamente la no implicación mutua en la esfera militar, limitándose a la cooperación en materia de seguridad; por tanto, es difícil imaginar que el Kremlin entregue armas nucleares a los ayatolás.

El ataque responde más bien a una estrategia precisa del gobierno israelí, que desde la llegada de la Administración Trump ha trabajado para golpear a Teherán, retaguardia militar y política del eje de la Resistencia al sionismo y principal obstáculo para la expansión de la influencia israelí en todo el Golfo Pérsico. Netanyahu ha optado por atacar ahora a Irán porque goza de un altísimo consenso interno y dispone de un aval sustancial por parte de Occidente. Tel Aviv ve en la cobardía y la hipocresía internacional la señal de una resignación general de un mundo que, tal vez, se indigna, pero que se limita a protestar verbalmente y débilmente mientras asiste al genocidio palestino y al poder colonial desmesurado del régimen sionista.

Un cuadro semejante de consenso y apoyo, tanto interno como internacional, no se había visto desde la guerra del Yom Kipur, y Netanyahu sabe bien que Israel, odiado por la opinión pública internacional pero muy poderoso ante los gobiernos, se encuentra en una situación de la que debe sacar provecho. De hecho, ha sido hábilmente construido con la falsa sorpresa del 7 de octubre, replicando a escala de Oriente Medio lo ya emprendido por Estados Unidos tras el 11 de septiembre. Conviene permitir – o al menos dejar hacer – para luego utilizarlo, un ataque y obtener así un amplio consenso para una reacción que siempre será desmesurada, en tamaño y alcance, y que esconderá bajo el pretexto de la venganza un plan preciso de expansión.

El ataque israelí lanza también una advertencia a las monarquías del Golfo, que, con el genocidio palestino en curso, han suspendido indefinidamente la firma de los Acuerdos de Abraham, con los cuales Israel aseguraba una alianza y una red de desarrollos comerciales esenciales para su crecimiento económico y territorial, y por ende, para su influencia político-militar en una región clave para las políticas energéticas del planeta. El sueño de chantajear aún más al mundo entero ha seducido siempre a Israel. Sin embargo, las monarquías corren el riesgo de verse negativamente involucradas por el ataque israelí, que ha llegado a golpear las refinerías iraníes.

Existe el riesgo de que Teherán responda cerrando el acceso al Estrecho de Ormuz, por donde transita el 25% del petróleo mundial. El estrecho es el único punto de salida marítima para las exportaciones de petróleo de Arabia Saudita, Irán, Irak, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos y Catar (también para el gas natural licuado – GNL). Con solo tres kilómetros de ancho por sentido, bloquearlo sería fácil para Teherán. Si eso ocurriera, el precio del crudo alcanzaría al menos los 150 dólares por barril, con saudíes y socios que tendrían que reducir fuertemente la producción por la imposibilidad de exportar hacia Occidente. Las consecuencias sobre la economía global, y occidental en particular, serían gravísimas.

Existe además un aspecto militar del asunto que no debe subestimarse. Israel no es inatacable, y de hecho, su demografía, con nueve millones de personas concentradas en un territorio muy pequeño, lo hace extremadamente vulnerable en caso de ataque. Unos pocos misiles podrían causar potencialmente muchas víctimas debido a la alta densidad poblacional en un espacio limitado.

Pues bien, a pesar de haber sido ayudado por Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Alemania, que interceptaron misiles y drones iraníes que sobrevolaban Jordania con destino a Israel, la supuesta impenetrabilidad de Tel Aviv gracias a sus cinco sistemas de defensa antiaérea – David’s Sling, Arrow 2, Arrow 3, Laser, Iron Beam y sobre todo la Cúpula de Hierro – se ha revelado como un relato propagandístico, similar al de los Leopard alemanes y los ATACMS estadounidenses en Ucrania. Teóricamente invencibles, en el campo de batalla han demostrado no serlo. Lo cual, en términos de capacidad militar occidental – principal herramienta de su política exterior – abre un gran interrogante.

Por último, no puede dejar de registrarse el fin del papel de Estados Unidos como regulador de los conflictos y autoridad política decisiva para su evolución o resolución. Hoy la Casa Blanca ya no convence a ningún aliado de seguir sus directrices, como han demostrado Ucrania primero e Israel ahora. Su amenaza hacia quienes no respetan su voluntad se ha convertido en parte del teatro verbal con el que se alimenta el circo mediático, más que una muestra de autoridad política o fuerza militar.

El presidente Trump se encuentra ahora en un callejón sin salida, después de haber prometido doblegar a China con aranceles (y fueron los EE.UU. los doblegados), de acabar con la guerra en Ucrania en 24 horas (y la guerra se ha intensificado), de detener la escalada y lograr un acuerdo entre Israel e Irán (y la guerra acaba de comenzar). Ahora alterna amenazas de intervención y ofertas de mediación en cuestión de horas. Tras anunciar invasiones de México, Panamá y Groenlandia, la única invasión que ha tenido lugar es la de Los Ángeles. Puede ser legítimo recurrir a la ironía, vista la parte ridícula de este payaso estridente y vulgar que desde el Despacho Oval halaga y amenaza cada mañana; pero el asunto, desde el punto de vista del orden internacional, adquiere matices mucho menos simpáticos.

La menor influencia del liderazgo político y militar de EE.UU. sobre todo Occidente deja un margen de maniobra excesivo para las ambiciones particulares de sus aliados. En los impulsos coloniales de potencias pequeñas y medianas se abre paso una especie de legitimidad para actuar independientemente del consentimiento del aliado de referencia. Como si los objetivos del mando centralizado de EE.UU. sobre Occidente hubieran desaparecido con la salida de los demócratas de la Casa Blanca, y hubiera ganado terreno una dimensión más aislacionista y menos interesada en el compromiso directo estadounidense. Mientras languidece el debate sobre el inaceptable aumento al 5% del PIB del gasto militar de cada miembro de la OTAN, los países proxy como Ucrania e Israel parecen ignorar las disposiciones estadounidenses, y Washington no parece tener la capacidad de imponerles su voluntad.

Visto desde Pekín, Moscú, Teherán y cualquier otra capital de los países no alineados con lo que queda del Occidente Colectivo, esto es fuente de crecientes inquietudes. Por un lado, además de considerar negativamente la facilidad con la que Trump rompe acuerdos, se tiende a desconfiar de la solidez de los mismos y, además, se considera parcialmente inútil cualquier acuerdo con EE.UU., si no es incapaz de garantizar su aplicación por parte de sus propios aliados. Porque dos son las posibilidades: o miente o es incapaz. No se sabe cual es peor.

Todo esto ya tiene (y cada vez tendrá más) efectos negativos sobre la posibilidad de soluciones político-diplomáticas a las crisis militares en todo el planeta, que actualmente cuenta con 59 guerras. La tendencia del Occidente Colectivo a responder con guerras ante la crisis de liderazgo económico, militar, político y ante la pérdida de atractivo para las economías emergentes, con el aumento de contradicciones internas y tensiones centrífugas en su propio bloque, conlleva consecuencias directas sobre la ingobernabilidad global. Gana terreno la idea de que si no se encuentra una solución política a las crisis militares, entonces las crisis políticas se resolverán mediante la fuerza militar. Lo cual no es en absoluto tranquilizador.

Esta entrada fue modificada por última vez el 15 de junio de 2025 a las 6:31 PM