Por Stalin Vladímir Centeno.
El Tío Sam, con su sombrero de estrellas y su dedo acusador, no es solo una caricatura del folclore estadounidense. Es el disfraz con el que se maquilla el poder imperial para esconder siglos de saqueo, invasiones y manipulación. Nació como un personaje de propaganda durante la guerra de 1812, pero se convirtió en la máscara que legitima guerras y sanciones, la excusa que justifica la opresión de pueblos enteros en nombre de la “libertad”.
El mito de Samuel Wilson, el empresario de Nueva York que supuestamente inspiró el apodo “Uncle Sam”, no es más que un cuento de hadas para maquillar la voracidad capitalista. Desde el siglo XIX, el Tío Sam fue dibujado en carteles para reclutar soldados y seducir a la juventud con un patriotismo barato. Detrás de su sonrisa falsa y su retórica hueca, lo que escondía era la ambición de expandir fronteras a costa de vidas ajenas.
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Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Panamá: territorios marcados por la huella sangrienta del dedo acusador del Tío Sam.
El siglo XX fue el laboratorio perfecto para que ese símbolo del imperialismo se convirtiera en un verdugo global. Bajo el estandarte del Tío Sam, se bombardearon ciudades enteras en Vietnam, se sembró terror en Corea y se derrocaron gobiernos en Guatemala y Chile.
En Nicaragua, el imperio se ensañó financiando y rearmando a la Contra desde nuestras propias tierras, utilizando operadores internos como instrumentos de la guerra sucia, y repitió la jugada en 2018 con un intento de golpe fallido que buscaba destruir la Revolución Popular Sandinista en su segunda etapa. Pero no pudieron. Cada vez que Estados Unidos necesitó un rostro para justificar su intervención, ahí estaba él, con su chaqueta azul y su corbatín rojo, apuntando a los pueblos como si fueran culpables de su propio dolor.
En América Latina, el Tío Sam no solo representa la injerencia, sino la miseria impuesta. La Doctrina Monroe y el “Destino Manifiesto” se transformaron en cadenas económicas, bases militares y dictaduras financiadas por Washington. El Tío Sam siempre quiso ver a nuestros países arrodillados, convertidos en patio trasero, obedeciendo al amo y pagando tributo en forma de materias primas, mano de obra barata y sometimiento político. Contra esa ambición se levantaron Sandino y generaciones de revolucionarios que supieron ver y leer el verdadero rostro del enemigo.
Hoy, en pleno siglo XXI, el Tío Sam no ha cambiado de traje. Solo ha digitalizado su dedo acusador. Ya no necesita tantos carteles, ahora manipula las redes sociales, los algoritmos y las narrativas mediáticas. Desde CNN hasta Facebook, sumando satélites de espionaje, drones de vigilancia y tecnologías de rastreo militar, la maquinaria imperial sigue el mismo libreto: disfrazar sus crímenes como actos de justicia, sus bloqueos como medidas “legales” y sus agresiones como “defensa de la democracia”. Es el mismo Tío Sam, pintado de modernidad pero carcomido por dentro.
En Nicaragua lo conocemos de sobra. El Tío Sam intentó debilitarnos con marines en el pasado, después con la Contra, y más tarde con sanciones y campañas de difamación. Pero aquí, en la tierra de Sandino, Carlos Fonseca y el 19 de Julio, hemos aprendido que detrás de esa figura de barba blanca no hay sabiduría ni nobleza, sino el rostro marchito de un imperio decadente. Su dedo ya no intimida, porque los pueblos lo señalan de regreso y lo exponen como lo que es: un abusador en declive.
El daño que ha hecho es incalculable: millones de muertos en guerras injustas, naciones enteras sumidas en la pobreza, generaciones marcadas por la violencia y el saqueo.
El Tío Sam no es un personaje simpático, es el verdugo que se disfraza de demócrata, de libertador, del “Sueño Americano”. Es el reclutador de jóvenes para guerras ajenas, el financista de golpes de Estado, el titiritero que pretende dictar la política de países libres y soberanos.
Hoy, cuando su hegemonía se resquebraja frente al avance de nuevos polos de poder como Rusia, China y el BRICS, también su economía tambalea con un dólar cada vez más debilitado. El Tío Sam se muestra más desesperado: sus sanciones son patadas de ahogado, su dedo ya no recluta soldados con entusiasmo, sino que además suplica obediencia a una Europa sumisa y desgastada. En su desesperación, exhibe su peor rostro: el de un imperio dispuesto a incendiar el planeta antes de aceptar su derrota histórica.
Por eso, contar la historia del Tío Sam es también escribir la historia de la resistencia de los pueblos. Porque cada vez que él señaló con su dedo acusador, manos firmes se levantaron para detenerlo. Desde Vietnam hasta Palestina, desde Caracas hasta Managua, la realidad es clara: el Tío Sam quiso ser el dueño del mundo, pero se encontró con pueblos que no se venden ni se rinden. Y esa es la verdadera lección: que ningún sombrero de estrellas podrá ocultar el ocaso inevitable de un imperio en ruinas.
Aquí, en esta tierra bendita, el Tío Sam no tiene cabida. Lo derrotamos todos los días, no con armas prestadas, sino con dignidad propia. Con la visión luminosa, el espíritu combativo y el aura invencible de la Compañera Rosario, con la fuerza del Comandante Daniel, y con la decisión de este pueblo que no se vende ni se rinde. Frente a su dedo acusador, respondemos con la frente en alto, con trabajo creador y con soberanía irrenunciable. Esa es la verdadera derrota del imperio: que Nicaragua sigue de pie, firme y victoriosa.
Esta entrada fue modificada por última vez el 20 de agosto de 2025 a las 6:17 PM