Rubén Darío para lectores de la República Popular China

Nicaragua está hecha de vigor y de gloria,

Nicaragua está hecha para la humanidad.

RD: “Retorno” (1907)

 

Jorge Eduardo Arellano / PEQUEÑO PAÍS de la América Central, con 148.000 kilómetros cuadrados y seis millones de habitantes, Nicaragua fue sometida a lo largo de tres siglos, de 1523 a 1821, por el imperio español. Después permaneció en la mira de Inglaterra y en el siglo XX sufrió dos intervenciones del United States Marines Corps (1912-1925 y 1927-1932). Luchando contra la última, surgió Augusto César Sandino (1895-1934), su máximo héroe, a quien se le ha reconocido como general de hombres libres y guerrillero de nuestra América.

Pero su mayor héroe civil es el bardo universalista Rubén Darío (1867-1916), inscrito en la tradición iniciada por el libertador de la América del Sur, Simón Bolívar (1783-1830). Bolivariano fue Darío no siguiendo el ejemplo del guerrero y el estadista, sino como escritor y poeta especialmente, en prosa y verso; mas también como cuentista (es considerado un maravilloso conteur), crítico de arte y prolífico autor de lúcidas crónicas sobre acontecimientos políticos, sociales y culturales de su tiempo; crónicas dotadas de eficaz estilo e inagotable erudición.

De hecho, vivió de su pluma: como periodista vital y vitalicio, laborando como corresponsal del gran diario La Nación, de Buenos Aires, República Argentina. Allí, de 1893 a 1898, encabezó la revolución modernista: un movimiento estético que vendría a renovar sustancialmente las letras y el pensamiento en lengua española y que tendría repercusión transatlántica. Mejor dicho: fecunda influencia entre los creadores literarios de España. Por algo Antonio Machado (1875-1939) lo consideró Capitán y Juan Ramón Jiménez (1881-1958) Rey siempre.

La fuente del Modernismo era la literatura francesa del siglo XIX, o más bien la más moderna (Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Verlaine), la cual asimiló y enalteció para producir obras refinadas, renovadoras y catapultantes, como Azul… (Valparaíso, Chile, 1888; Guatemala, 1890) y Prosas profanas (Buenos Aires, 1896 y París, 1901); libros a los que siguiendo otros no menos trascendentes: Cantos de vida y esperanza (Madrid, 1905), cimero e intimista; El Canto errante (1907), Poema del otoño y otros poemas (1910) y Canto de Argentina y otros poemas (1914).

Si se abarca la totalidad de su obra en verso, Darío resulta nada menos que cosmogónico al identificarse con todas las épocas, sentimientos y pueblos, y con toda la naturaleza animada. La técnica sabia de sus versos ––siempre cincelados con arte exquisito–– transformaron la antigua métrica, armando nuevas y sorprendentes formas rítmicas; empresa que el magno poeta acometió después de explorar el campo de las poéticas extranjeras (latina, francesa, inglesa, etc.) y de penetrar en los secretos de la poesía española desde sus monumentos primitivos.

Y es que el proyecto básico de Darío era la apropiación de la cultura occidental como totalidad y desde Francia, su patria universal. Así las lecturas, entre otras, de Théophile Gautier (1811-1872) de su hija Judith (1846-1917) y de Pierre Loti (1850-1923) le condujeron a valorar los fenómenos culturales del orientalismo. Lo chino, lo japonés, lo hindú, lo persa, lo hebreo, lo árabe, lo turco, nutren separadamente las imágenes de muchos versos de Darío. He aquí este cuarteto de su poema “Divagación” (1894), un recuento de su múltiple geografía erótica:

 

Ámame en chino, en el sonoro chino

de Li-Tai-Pei. Yo igualaré a los sabios

poetas que interpretan el destino;

madrigalizaré juntos a los labios.

 

Y su cuento “La muerte de la emperatriz de la China” ¿no constituye un ejemplo vivo de su afición admiradora de las chinerías, y cuyo argumento transformó en un íntimo drama de celos, tema novedoso de la narrativa hispanoamericana.

Por tanto, no solo el cantor de toda la América mestiza, indígena y africana, hay que destacar en la inconmensurable obra de Darío. No solo los cinco motivos predominantes de su poesía: absoluta proclamación de la creatividad artística (el Arte como Cristo exclama: / Ego sum lux et veritas et vida), angustia existencial (¡y no saber adónde vamos, / ni de dónde venimos!), erotismo trascendente (el eterno femenino, que con la omnipotencia de sus manifestaciones domina al ser humano), sincretismo religioso o fundición de su fe católica con su experiencia esotérica y dimensión sociopolítica. Siguiendo a Víctor Hugo (1802-1885), Darío postuló la democracia, el progreso cívico, la libertad (política, religiosa y educativo), y protestó ––en nombre de un clamor continental–– contra la arrolladora Fuerza yanqui.

Hay que traer a colación otras facetas imprescindibles del centroamericano Rubén Darío. Una de ellas es el ejercicio de su complementaria y útil vocación diplomática, ya que los gobiernos de Nicaragua le nombraron representante a las fiestas en Madrid (1892) con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, cónsul en París de 1903 a 1907, secretario de la misión nicaragüense a la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro (1906), ministro residente ante la Corte de Alfonso XIII en España (1908-1910) y delegado al centenario de la independencia de México en septiembre de ese último año. Además, fue acreditado cónsul general de Colombia en Buenos Aires (1893-95) y por el gobierno de Paraguay cónsul ad honorem en París (1912-13).

En suma, no es posible olvidar su vasta obra, sobre todo, sus crónicas reunidas en vida por él en diez volúmenes: Los Raros (1896), o semblanzas de sus maestros; España contemporánea y Peregrinaciones (ambos de 1901); La caravana pasa (1903), Tierras solares (1904), El viaje a Nicaragua e Intermezzo tropical (1909), Opiniones (1906), Parisiana (1907), Letras (1910) y Todo al vuelo (1912). Tampoco las dispersas que contienen una gran variedad de registros y consisten en prólogos, entrevistas, reseñas, disertaciones, artículos breves, films fragmentos de impresiones, las cuales generan heterogeneidad e hibridez notable, propias del cosmopolita arraigado que fue siempre Darío.

Entre ellas, no podía faltar una apología de la culinaria china, tras asistir al Parisien Boulevard Mont Parnase, 163, donde se ubicaba en 1913 el segundo establecimiento de comida china instalado en la capital francesa. Sin dejar de referirse a Sum Yat-Sem (1866-1925) ––médico profesión, político revolucionario y primer presidente, efímero o provisional, de la República de China, surgida después de la caída de la monarquía en 1911, pidió el menú traducido al francés. De esta manera identificó la sopa de nidos de golondrinas que ya había ingerido en el Port Arthur del Bowery, de Nueva York, primer restaurante chino de esa cosmópolis inaugurado en 1897. No tomó entonces Ién-wogang, pero sí Baoyu-tan, que le sirvieron en seguida. “Es un consomé de primer orden, con una especie de marisco pálido en partes y en partes sonrosado”. Y luego comió cangrejos saltados con champiñones y cogollos de bambú, albóndigas de ternera con flores de la China y queso, más palet de dame, y azufaifa y confitura de soja, soya, “todo muy chino, chinísimo, y muy agradable y sabroso. Y para concluir, una taza de té verde, legitimo, sin azúcar, y ante el cual, mentalmente, hicimos un reverente y merecido kotow” (“Culinaria china”, segundo texto de “Films de París”. La Nación, Buenos Aires, 12 de abril, 1913, p. 7).

Esta entrada fue modificada por última vez el 1 de noviembre de 2023 a las 12:28 PM