Tomás

Foto cortesía / Comandante Tomás Borge

Por Miguel Necoechea

Ya había oscurecido cuando dimos un abrazo cariñoso y fraterno al Comandante Daniel, quien hora y media antes, junto con la compañera Rosario, habían jurado, él como Presidente y ella como Vicepresidente de la República, defender al pueblo nicaragüense y continuar la consolidación indestructible de la Revolución Popular Sandinista.

Al escuchar sus cálidas palabras, no pudimos ocultar nuestra emoción, la alegría y al mismo tiempo la nostalgia nos invadieron. La voz se nos quebró.

Caminamos los treinta o cuarenta pasos que nos separaban de la tarima en la Plaza de la Revolución al mausoleo del comandante Tomás Borge con paso lento, como si lo hiciéramos caminado en las nubes.

En la oscuridad la llama eterna que anuncia la presencia de los mausoleos del Comandante Carlos Fonseca, del coronel Santos López y de Tomás, nos llevó frente a él. Nos tomamos unos segundos para decirle, en un susurro audible, lo inmensamente agradecidos que estamos por habernos incorporado a la lucha revolucionaria del FSLN, en noviembre de 1978, cuando, en México, filmamos una larga entrevista en la que nos narró la historia del FSLN desde su fundación. Como un imán nos llevó a la mejor parte de nuestras vidas. Y no dejamos de decirnos en secreto que gracias a nuestra profesión, el mayor premio ha sido conocer a Tomás.

Como cascada los recuerdos nos invadieron. Tuvimos la gran fortuna de escuchar la mayor parte de sus discursos, ya como Comandante de la Revolución y Ministro del Interior, durante diez años.

Sus dotes de poeta y convicción sandinista afloraba en cada uno de sus discursos.

Frente al pueblo era tan elocuente como convincente. Sentíamos vibrar a la gente mientras hablaba. “Tomasito”, así se referían a él, sobre todo las mujeres. Él nos decía que estar junto al pueblo lo llenaba de vigor y amor a la vida.

Algunos domingos, cuando no andaba de visita por los Departamentos, se daba un respiro y cruzaba a nado, de un extremo al otro, el enorme lago de Xiloa. La gente que estaba en la otra orilla lo recibía con gran cariño, aplaudía su enjundia, le estrechaba la mano, no faltaba una señora que lo abrazara empapándose con el cuerpo mojado del Comandante.

Si hablaba frente a la Policía Sandinista siempre les recordaba que durante el somocismo la gente se cruzaba a la otra acera cuando veía que un guardia de Somoza venía. Y decía los combatientes de la policía que ahora su deber era ser el “centinela de la alegría del pueblo”. Si era frente a los combatientes de Migración, del Sistema Penitenciario, los Órganos Centrales, de los Bomberos, su discurso era de afecto y admiración por su entrega a la Revolución, pero también de exigencia a cada día ser mejores combatientes y militantes, de jamás dar la espalda al pueblo, y, de ser necesario, entregar nuestras vidas por él. Lo mismo decía a los combatientes y oficiales de la Seguridad del Estado y de Seguridad Personal en actos privados, pero por las características del trabajo de estos combatientes y oficiales era más exigente y determinante en el escrutinio de su accionar y relacionarse con el pueblo.

En todas las ocasiones en que hablaba hacía mención a los héroes sandinistas caídos.

En el momento que, estando frente a él, nos recordó esto, nos hizo voltear hacía el mausoleo de su hermano Carlos, el Comandante en Jefe de la Revolución, y nos tomó de la mano para caminar unos pasos y rendirle homenaje.

Su hermoso y poético recuerdo de su hermano Carlos, siempre provoca que se le inundaran los ojos:

“Cuando llegaste a nosotros

con tus ojos miopes, azules intensos

 fuiste desde entonces el hermano

terco, indeclinable sempiterno….”

Aunque Carlos Fonseca era unos años menor que él, nos decía que lo consideraba como un hermano mayor, por su ejemplo y rectitud revolucionarias, por su inquebrantable convicción en el triunfo revolucionario, por su amor al pueblo de Nicaragua, a Sandino, a Rigoberto.

Con el mismo cariño y admiración recordaba a Jorge Navarro de quien decía que era tan sandinista que prefería caminar, aunque fueran varios kilómetros, antes que   gastar el dinero de la Organización en el pasaje del bus. Siempre tuvo para los compañeros caídos en la lucha palabras de elogio y admiración. De Silvio Mayorga, su convicción revolucionaria, de Germán Pomares, su arrojo y valentía, de Oscar Turcios y Ricardo Morales, su visión revolucionaria, y, así, con respecto a los demás héroes de la Revolución.

Nos recordaba siempre que deberíamos ser implacables en el combate, pero generosos en la victoria, aún con los guardias de Somoza.

No obstante y aún pese a su bondad, no perdonaba a los traidores, porque -nos decía- estos no se han equivocado como un guardita, sino que lo hacen conscientes y sabedores de lo que cometen

Sus memorias como militante revolucionario sandinista, están llenas de amor al pueblo, de camaradería y solidaridad a sus compañeros de lucha. Cuando volteaba y veía que de los fundadores del FSLN solo quedaba él, su compromiso con la Revolución crecía, se hacía más grande. La certeza del triunfo nunca lo abandono y, si no lo veía, estaba seguro que otros seguirían en la lucha hasta la victoria. Vio el triunfo y partió contento y seguro que su hermano Daniel consolidaría el proceso.

Aún más emocionados por haber platicado con él en su ingente aniversario póstumo, caminamos por la avenida de Bolívar a Hugo Chávez, llena de colores nocturnos, de dulce fragor revolucionario,

“de caudalosos rías de leche y miel”,

sintiéndonos contentos, con vigor y convicción revolucionaria inmortal, como la de Tomás, y como la de su entrañable hermano Daniel.

El pueblo te va a festejar con flores de mil colores y verdes plantas hoy como ayer, frente a vos, eterno hermano, el 30 de abril.